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DESDE LA RAÍZ

Artículos y reflexiones con un trasfondo terapéutico, filosófico, sobre salud mental, educación… lo podemos expresar a modo de ensayo o de forma más creativa o artística, cuentos, poemas… también a través de imágenes que algún artista quiera mostrar de su obra.

Un cuento sobre la avaricia

De la cascada de casas que cubren la ladera del monte Hamssar, al oeste de la ciudad, en el edificio situado en la parte más alta, en el ático, tenía Odanfren el lagarto su guarida. Desde allí, solitario y atento vigilaba la vida, que si la vida no merece mucho la pena ser vivida, si es conveniente vigilarla. Podía desde su atalaya ver a los hipócritas, los charlatanes, los pedigüeños, fanfarrones, mentirosos, pusilánimes, engreídos…

Todos esos que configuran el teatro de la existencia del que él no formaría parte, no había necesidad de ello, que de cómo combatir la necesidad sabía mucho Odanfren. No necesitar era su primer mandamiento, no dar el segundo, y no reconocer lo que se recibe el tercero. Las deudas atan, como también atan los compromisos, y disponer de la libertad para ser el dueño absoluto de su tiempo, era para él lo esencial. Nunca pensó que el tiempo como el viento, no tuviese dueño.  

 Disfrutaba así Odanfren de una soledad bien planeada.  Poca gente se atrevería a visitarle en lugar tan apartado. Además, el edificio era antiguo y no tenía ascensor; de esta manera, solo irían a su casa los que realmente tuvieran un verdadero interés por su compañía, no cualquiera sin esfuerzo podría verle.

 A veces, ni teniéndole delante podían verle. Su mimetismo le proporcionaba un camuflaje perfecto para las situaciones molestas en las que intuía que pudieran pedirle algo y, si esto fallaba, siempre encontraba un hueco por donde escabullirse. Era experto en fugas. De pronto alguien preguntaba ¿y Odanfren?, pero el lagarto ya no estaba, y nadie sabía cuándo ni por dónde se fue. Su mayor pasión era almacenar, daba igual que cosa, pero sobre todo datos, la información es protección pensaba. Tenía una habitación secreta donde, según decían, atesoraba maravillas, la llave del misterioso cuarto la llevaba colgada siempre a la vista, despertando la curiosidad, la imaginación y aún el deseo de cuantos miraban la dorada llave. Seducir para Odanfren era tan fácil como caminar. Podríamos decir que la llave era su vínculo con el mundo. 

 Ese mundo que para Odanfren era una parodia de sí mismo sin ningún sentido, lleno de necios que no merecen explicaciones que, por otro lado, tampoco entenderían. Una vez le preguntaron ¿Qué es el amor? Él contestó: El amor es una palabra que me gusta, porque tiene pocas letras. No malgastaba ni la saliva, para qué esforzarse si lo más importante, la amistad incondicional, es solo una quimera. Mejor solo que mal acompañado era su frase favorita, que aun cuando no usaba refranes por parecerle vulgares, sí creía en ellos.

 Odanfren tenía un plan para confirmar sus teorías. Organizaría una cena en su casa e invitaría a todos los supuestos amigos. Comprobaría así lo falso de la amistad y certificaría que solo el interés mueve a la gente. Se puso manos a la obra, disfrutó planificando las invitaciones y reía por dentro cada vez que añadía a la lista el nombre de alguien que seguro fallaría. Por el contrario, cuando pensaba en alguno que pudiera  presentarse, le entraban dudas de si debería invitarlo. Buscó el día apropiado, la noche del domingo le pareció ideal; los domingos le gente tiene menos ganas de salir.

Todo lo planeó minuciosamente, elaboró una lista de treinta personas de la que estaba seguro solo aparecerían cuatro. Estadísticamente serían los dos gorrones que no pierden la ocasión y los dos desocupados que les da igual donde ir.

 Y llegó la noche esperada. La primera sorpresa inquietante se la llevo Odanfren al comprobar que el número de asistentes ascendía a quince. Luego, se tranquilizó pensando que quince de treinta no son muchos, pero ahora tenía otro problema. Tan convencido estaba de confirmar sus ideas que solo había preparado cena para cuatro invitados. Usando su arte de  discreción y fuga, se dirigió rápidamente hasta la cocina mientras los invitados charlaban como en un gallinero, diciéndose todas esas cosas repulsivas y falsas: cómo me alegró de verte; qué bien te encuentro; qué casualidad, ayer estuve pensando precisamente en ti, no sabía que ibas a venir. De paso se ahorraría escuchar toda esa porquería.

 Una vez en la cocina, agregó un poco de agua a la sopa, cortó las rebanadas de pan más finas, y el pescado abierto por la mitad parecería el doble. Repetía el milagro del pan y los peces con la habilidad del chef ahorrativo. Se esmeró en la decoración de los platos, que unos cuantos adornos ocupan espacio y despistan al estómago – la cocina francesa es así, y cenar demasiado trae pesadillas, argumentaba para sí. Satisfecho y con la calma recuperada, anunció el momento de sentarse a la mesa.

 La cena transcurrió sin más contratiempos, hasta que en los postres los invitados fueron sacando cada uno un regalo para Odanfren. Con esto sí que no había contado el anfitrión, y además no parecían baratos los obsequios. Comenzó a sentir cierto temblor nuestro lagarto, los ojos le brillaban húmedos, un sentimiento desconocido le apretaba el estómago. Ante la imprevista situación y algo ayudado por el vino, en un acto generoso y espontáneo sin precedentes, Odanfren dijo: – Os voy a mostrar mi habitación secreta. Y con gesto decidido se dirigió hacia la puerta del misterioso cuarto. Todos le siguieron tan sorprendidos que ni una palabra se escuchó.

 Entonces Odanfren metió la llave en la cerradura. Fue en ese instante cuando tomó conciencia de lo que estaba haciendo; su escamosa mano temblaba, y un diálogo interno surgió:

 – ¿Qué vas a hacer, insensato, no recuerdas las cosas que guardas ahí?

 – Son mis tesoros y quiero compartirlos.

 – Estúpido, estás borracho, ¿no recuerdas todos los pecados que guardas en esa habitación? tu odio, tus perversiones, tus vicios, tus resentimientos

 – He dicho que abriría, no puedo echarme atrás.

 – Van a conocer tu miserable verdad y se marcharán, estás perdido, esto será tu fin.

 A Odanfren ya no le importaba nada. Había decidido terminar de una vez; se sentía cansado. Contuvo la respiración y dio media vuelta a la llave. Ya casi estaba, su verdad, su vergonzosa verdad, quedaría a la vista. Giró la llave otra media vuelta y el pestillo saltó. Ahora, empujar y todo habrá terminado… La puerta cedió despacio hacia dentro hasta que estuvo completamente abierta. Todos avanzaron ansiosos hacia el umbral quedando Odanfren detrás. Nada salió de la habitación, ni demonios ni maravillas, ni terribles monstruos ni genios fantásticos, el silencio era absoluto.

 Se acercaron más aún todos apiñados, intentando ver esos secretos tan deseados hasta casi entrar en la habitación. Pero solo se veía un suelo de oscura madera en contraste con la cálida luz de una pequeña lámpara. Al fondo algo se movía. Había un niño pequeño sentado en el suelo, que indiferente y ajeno disfrutaba de la simpleza del juego sin más intenciones. El niño giró la cabeza, les miró despreocupado, como miran los niños, y continuó con su juego.

 ¿Cómo puedes tener a un niño encerrado? Se escuchó, mientras todos se giraban buscando a Odanfren. Pero la pregunta no tuvo respuesta. El lagarto yacía en el suelo. Muerto.

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